CARTA A UN JOVEN ARGENTINO

Carta a un joven argentino. 
Lectura imprescindible de aquella escrita por Ortega y Gasset en 1925 y hoy, de increíble actualidad


Me ha complacido mucho su carta, amigo mío. Encuentro en ella algo que hoy es insólito encontrar en un joven, especialmente en un joven argentino. Pregunta usted algunas cosas, es decir, admite usted la posibilidad de que las ignora.

Ese poro de ignorancia que deja usted abierto en el área pulimentada de su espíritu, le salvará. Por él se infiltrará un superior conocimiento. Créame, no hay nada más fecundo que la ignorancia consciente de sí misma. Desde Platón hasta la fecha los más agudos pensadores no han encontrado mejor definición de la ciencia que el título antepuesto por el gran Cusano a uno de sus libros: De docta ignorantia. La ciencia es, ante todo y sobre todo, un docto ignorar, por la sencilla razón de que las soluciones –el saber que se sabe– son en todos sentidos algo secundario con respecto a los problemas. Si no se tiene clara noción de los problemas, mal se puede proceder a resolverlos. Además, por muy seguras que sean las soluciones, su seguridad depende de la seguridad de los problemas. Ahora bien: darse cuenta de un problema, es advertir, ante nosotros, la existencia concreta de algo que no sabemos lo que es; por tanto, es un saber que no sabemos. Quien no sienta voluptuosamente esta delicia socrática de la concreta ignorancia, esa herida, ese hueco que hace el problema en nosotros, es inepto para el ejercicio intelectual.

No he hecho nunca misterio de sugerirme mayores esperanzas en la juventud argentina que en la española. Como este augurio mío ha merecido el honor de ser propalado, conviene definirlo un poco a fin de que no se entienda mal. La amistad cada vez más sólida entre algunos grupos de la mocedad argentina y mi obra, me obliga a huir con premeditación de halagar aquella y me impone cierta escrupulosa veracidad.

La impresión que una generación nueva produce sólo es por completo favorable cuando suscita estas dos cosas: esperanza y confianza. Y la juventud argentina que conozco me inspira –por qué no decirlo– más esperanza que confianza.

Es imposible hacer nada importante en el mundo si no se reúne esta pareja de cualidades: fuerza y disciplina. La nueva generación goza de una espléndida dosis de fuerza vital, condición primera de toda empresa histórica, por eso espero en ella. Pero, a la vez, sospecho que carece por completo de disciplina interna –sin la cual la fuerza se desagrega y volatiliza– por eso desconfío de ella.

No basta curiosidad para ir hacia las cosas, hace falta rigor mental para hacerse dueño de ellas. En las revistas y libros que me llegan desdela Argentinaencuentro –respetando algunas excepciones– demasiado énfasis y poca precisión. ¿Cómo confiar en gente enfática?

Nada surge tanto en Sudamérica como una general estrangulación del énfasis. Hay que ir a las cosas, sin más. El americano, amigo mío –por razones que no es ocasión ahora enunciar– propende al narcisismo y a lo que ustedes llaman “parada”. Al mirar las cosas no abandona sobre éstas la morada, sino que tiende a usar de ellas como de un espejo donde contemplarse. De ahí que en lugar de penetrar en su interior se quede casi siempre en la superficie, ocupado en dar representación de sí mismo y ejecutar cuadros plásticos. Pero las ciencias y las letras no consisten en tomar posturas delante de las cosas, sino en irrumpir frenéticamente dentro de ellas, merced a un apetito de penetración.

Son ustedes más sensibles que precisos. Y mientras eso no varíe, dependerán ustedes íntegramente de Europa en el orden intelectual. Porque, al ser sensibles, toda idea graciosa y fértil que se produzca en Europa conmoverá, quieran o no, el fino receptor que es su organismo. Pero al querer reaccionar frente a la idea recibida –juzgarla, refutarla, valorarla y oponerle otra– encontrarán ustedes dentro de sí esa imprecisión, esa vaguedad –llamémoslo por su nombre– esa falta de criterio, certero, firme, seguro de sí mismo, que sólo se obtiene mediante rigurosas disciplinas.

Siempre me ha sorprendido la desproporción que suele haber entre la inteligencia, a menudo espléndida, del americano y esa otra facultad de mise au point que es el criterio. Cualquier que sea su énfasis hacia el exterior –énfasis que en ocasiones se eleva a la petulancia– el fondo insobornable que arrastra todo hombre consigo le advierte de que no está seguro de sí mismo en el difícil manejo de las ideas. ¿Por qué es esto así? Yo aventuraría una explicación, pero su desarrollo me forzaría a entrar en cuestiones un poco abstrusas de psicología étnica.

La nueva generación necesita sus magníficas potencias con una rigurosa disciplina interior. Yo quisiera ver en esos grupos jóvenes la severa exigencia de ella. Pero acontece que veo todo lo contrario: un apresurado afán por reformar el universo, la sociedad, el Estado,la Universidad, todo lo de afuera sin previa reforma y construcción de la intimidad.

En este punto no pactaré jamás con ustedes y me hallarán irreductible. Todo el que incita a los jóvenes para que abandonen el sublime deporte cósmico, que es la juventud, y salgan de ella para ocuparse de las cosas llamadas “serias” –política, reforma del mundo– es deliberada o indeliberadamente dañino. Porque esas cosas serán todo lo “serias” que se quiera, pero cede a un puro prejuicio quien cree, sin más, que lo “serio” es lo importante y esencial.

La política, la reforma de ese vago armazón formal que llaman el Estado, son, en todo caso, consecuencias de otras actividades previas verdaderamente creativas. Y lo mismo digo de la riqueza. La riqueza sólida y estable es, a la postre, emanación de almas enérgicas y mentes claras. Pero esa energía y esa claridad sólo se adquieren en puros ejercicios deportivos, de aspecto superfluo. En lugar de invitar al joven a hazañas patéticas, de falsa gesticulación solemne, yo diría: …Amigo mío, ciencia, arte, moral inclusive, no son cosas “serias”, graves, sacerdotales. Se trata meramente de un juego. Pero así como la acción que no nos es dada eludir puede, sin desdoro, ser mal ejecutada –ya que nos viene impuesta– el juego exige que se juegue lo mejor posible. Precisamente su “falta de seriedad” hacia fuera –su falta de forzosidad– le dota espontáneamente de una “rigurosa seriedad” interna. Pues bien, joven amigo mío, por ahora usted juega mal. No sabe jugar y tiene que aprender.

Yo espero mucho de la juventud intelectual argentina. Pero sólo confiaré en ella cuando la encuentre resuelta a cultivar, muy en serio, el gran deporte de la precisión mental.


José Ortega y Gasset
El Espectador IV – 1925

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