Presente y Pasado: "La Argentina en el Siglo XXI"
Argentina vive una fractura persistente entre las normas del Estado y las prácticas reales del poder, lo que oscurece el ejercicio democrático. La clase dirigente que funda el Estado moderno organiza el poder, pero no construye ciudadanía. Su visión rentística, aliada al modelo agroexportador, inhibe la formación de una burguesía nacional con vocación productiva.
Los liderazgos personalistas refuerzan la centralidad del caudillo por sobre las instituciones. Los valores cívicos se tornan difusos y la dualidad entre institucionalidad y ejercicio del poder, a lo largo del siglo XX, fundamenta la anomia del Estado. Las intervenciones militares la agravan en extremo.
El proyecto industrial
Como advierte Juan Carlos Portantiero, el desarrollismo —que nace con Perón y se fortalece en los años sesenta— constituye el intento más ambicioso de modernizar el capitalismo argentino, pero sufre una incompletud estructural: carece de una alianza social y de un bloque dirigente capaces de otorgarle hegemonía.
Su derrota en los años setenta, primero con Martínez de Hoz y luego con Menem, clausura la posibilidad de un proyecto nacional de modernización. Una parte significativa de la dirigencia política asimila el modelo neoliberal como una panacea, hasta que este estalla. Esto revela serias debilidades en el rol que ejercen.
Cuando Eduardo Duhalde asume en 2002, lo hace sobre ese vacío histórico: sin hegemonía ni dirección moral.
Siglo XXI
El ciclo iniciado por Néstor Kirchner intenta restablecer autoridad política mediante la intervención estatal, la renegociación de la deuda y la recuperación del empleo. Durante sus primeros años, el crecimiento parece anunciar una reversión del neoliberalismo, pero la expansión se apoya en condiciones externas excepcionales y no en una transformación estructural. El objetivo de hegemonizar el poder prima sobre los fundamentos del desarrollo económico.
A partir de 2007, con Cristina Fernández de Kirchner, se consolida una nueva fase del peronismo: discursivamente igualitaria, pero crecientemente ineficiente. El Estado se convierte en instrumento de acumulación política y pierde racionalidad económica. En nombre de la justicia social se continúa exacerbando el gasto estatal y un consumo que repercuten en un proceso inflacionario que impacta en su base popular. Sus errores y omisiones provocan un largo ciclo de estancamiento económico.
El conflicto con el campo en 2008 quiebra el vínculo entre Estado y sociedad. Desde entonces, la política se subordina a la lógica de la polarización. Esto exacerba la crisis política.
El macrismo (2015–2019) llega con la promesa de normalización, pero reedita errores del pasado: fe en el financiamiento externo, subestimación del conflicto distributivo y ausencia de estrategia productiva. Su “gradualismo” expresa la impotencia de un poder sin sustento social. Su enfoque financiero y el desconocimiento de la complejidad política culminan en una deuda externa impagable.
El Frente de Todos, desde 2019, agrava las frustraciones con una interna destructiva y la pérdida de coherencia programática. Es un gobierno desprestigiado por su falta de dirección y por una inflación creciente. Su práctica política —sumada a las precedentes— facilita la irrupción de un *outsider* que expresa el desencanto social.
La corrupción persistente, lejos de ser una anomalía, refuerza la anomia al erosionar la legitimidad institucional y normalizar la impunidad.
Proyección: las lecciones no aprendidas
El siglo XXI argentino reitera los dilemas irresueltos del XX. La clase dirigente no toma nota de las causas de la anomia del Estado. Como advierte Antonio Gramsci, se vive un interregno en el cual “lo viejo no termina de morir y lo nuevo no puede nacer”. Ese vacío lo llenan discursos extremos que sustituyen la política por la descalificación moral.
En lo económico, no se aprende la lección del desarrollo racional. Las oscilaciones entre populismo expansivo y ortodoxia financiera impiden construir productividad y previsibilidad. En Argentina, cada coalición gobierna negando la legitimidad de la anterior, reproduciendo así un sistema de rupturas sucesivas que impide la consolidación institucional. El sistema educativo refleja cabalmente las consecuencias de un Estado anómico.
El nuevo gobierno
Javier Milei no encarna una renovación, sino la radicalización del desencanto político. Su ideología, anclada en un liberalismo extremo y antisistémico, retoma los postulados financieros del macrismo, pero los despoja de toda mediación institucional. Recupera la filosofía económica del eje Martínez de Hoz–Carlos Menem, dentro de un modelo extractivista y una alianza incondicional con los intereses de los Estados Unidos.
El presidente, en sus discursos, exhibe una visión religiosa sobre el funcionamiento de los mercados y la apertura de la economía. Su alineamiento puede poner en jaque la fuerte vinculación con China, si llegara a renunciar a todo nivel de autonomía política.
Entonces
La emergencia de liderazgos disruptivos no es causa, sino expresión de un Estado anómico por la ausencia de un discurso hegemónico. Parecería claro que, sin una síntesis entre consenso, legitimidad y desarrollo, Argentina sigue a la deriva, repitiendo su historia con nuevos rostros y viejas fracturas.
*Eduardo Dalmasso - Dr. en Ciencia Política.
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