Argentina, un país a la deriva

Culminada la sección “Raíces de nuestra cultura”, intento transmitir cómo las diversas causas que emergieron de nuestra historia nos trasladan a un presente que refleja tales circunstancias. Hoy podemos percibir las consecuencias de lo que no supimos construir, a veces porque las situaciones no lo permitían y otras porque carecemos de proyectos que modifiquen estructuras que nos condenan a la desigualdad.
Incluso con la vuelta a la democracia, si existió alguna visión a largo plazo no trascendió. Expongo que deberíamos revisar la escasez de líderes, la inestabilidad en las instituciones -personalmente creo que el Poder Judicial es lo más degradante de nuestra sociedad- y la falta de reafirmación de los principios que marcaron un antes y un después en la educación como lo fue la Reforma del 18, derivan en lo que hoy vivimos.
Este artículo se publicó originalmente en La Voz del Interior, el 13 de octubre del 2015. Fue adaptado a la realidad política de hoy.
Buena lectura!


Argentina, un país a la deriva


   Cuando uno analiza que en los últimos 70 años la sociedad argentina ha sufrido más crisis que cualquier otro país latinoamericano, sea con gobiernos de derecha o populistas, militares o civiles, surge que algo tendríamos que revisar de nuestro accionar en lo político y en lo económico.
   Hoy, con años de estancamiento en el producto industrial, problemas de empleo, inflación, ajustes superlativos de tarifas - como viene sucediendo en Brasil desde la reelección de Dilma Rousseff y no por casualidad -, vuelve a ponerse en claro que, en los últimos 30 años de democracia, no hemos sido capaces de sostener un proceso de crecimiento estable en beneficio del conjunto de la población. Ni aún dentro de las condiciones favorables del ciclo de alza de las materias primas.
   Porque en la última etapa, positiva en muchos aspectos, tampoco ha servido para definir e instrumentar un modelo de acumulación económica que trascienda el corto plazo, ni extirpar  prácticas políticas que hacen a un país de avanzada. Es más, algunas increíblemente parecidas a lo que se ejercitaba a principios del siglo XX y fines del siglo XlX.  Por supuesto que las elecciones fueron abiertas, pero los sistemas de cooptación es lo que hace al parecido.
   Estas situaciones, de permanente inestabilidad en lo económico y en lo político, producen una permanente incertidumbre y hábitos cortoplacistas que, por su propia lógica, atentan contra el desarrollo económico y social. ¿Qué modelo de desarrollo se podría generar en estas condiciones?
   La primera condición para cambiar es aceptar que la sociedad no ha podido o no ha sabido generar liderazgos acordes a la complejidad del país. Una República surcada por una constelación de intereses –nacionales, regionales, extranjeros, de clases sociales y sectoriales– requiere de un proyecto abarcador y trascendente. Los diversos liderazgos han terminado fracasando y, de ello, el eterno recomenzar.
   Una realidad diversa marcada por años de desconocimiento del otro, pese a que el sistema democrático se constituye a partir de su reconocimiento, lo que de por sí, no implica desconocer las diferencias. Lo que sí involucra es reconocer que un proceso de construcción social viable, requiere al menos su afirmación como parte del todo.  Pero no ha sido nuestra práctica y, como lo demuestran las sucesivas crisis, ha sido inconducente para lograr un destino previsible y mejor.
   La consecuencia es un centralismo desmesurado del aparato del Estado, una diluida división de poderes, prácticas políticas propias del siglo XIX y bolsones de pobreza con un alto nivel de violencia. Esta situación de concentración,  hoy está atenuada como consecuencia de la debilidad política del actual gobierno, también porque su discurso expresaba claramente su disidencia con tal estado de cosas.
   Ejecutivo que, de acuerdo a la situación de las finanzas públicas y la distorsión de los precios relativos, tiene un largo proceso de recomposición para articular una economía sustentable. Recomponer el funcionamiento económico sin alterar los principios de equidad social,  mayoritariamente sostenido por el perfil ideológico de nuestra sociedad, es una tarea que requiere el aunar la visión de corto plazo con la de largo plazo. Aspecto en el que todos los gobiernos que lo precedieron han fracasado.
    En efecto, no hemos logrado un común “tren al Norte”. Quizá lo que más destaque nuestra deriva es la pérdida del sistema de la educación pública (otrora nuestro orgullo).
   Un país lleno de paradojas: Sectores de avanzada cohabitando con otros que han atrasado su reloj histórico (sectores de la producción, caso la industria aeronáutica  y espacios  regionales, el atraso energético y el funcionamiento de la burocracia); personalidades destacadas de las ciencias y las artes cohabitando con un sistema educativo en decadencia, múltiples universidades, lo que es positivo, pero con un creciente abandono de los principios reformistas. Vale decir, facultades que parecen fábricas que pierden un alto porcentaje de sus egresados, falta de trabajo en los valores sociales y con nada de espíritu crítico en sus alumnos. En su amplia mayoría, simplemente técnicos.
   Una Argentina industrial pero con una matriz productiva dependiente por no haber podido definir un modelo sustentable, ni aprovechar los excedentes agropecuarios para crear una plataforma válida de acumulación de capital ni la necesaria reforma fiscal.
Dos vías
   Transitamos por dos andariveles complicados para encontrar una vía factible de reencauzar esperanzas genuinas. Uno, el de amplios sectores que creen en el realismo mágico respecto de las posibilidades que puede otorgar el Estado. El segundo, quizá el fundamental, una crisis de valores que se manifiesta en el todo vale, en la falta de límites en la defensa de cualquiera de los intereses sectoriales o corporativos.
   Crisis de valores que, que por su magnitud, ha dañado el logro más importante de nuestro modelo de modernidad y de justicia social: el sistema educativo.
   De este derrame cultural, nuestra falta de respeto por el valor de la ética, el pensamiento crítico, el valor del mérito, la necesaria conciencia de nuestra falibilidad, y la mediocridad y el facilismo sin futuro.
   Múltiples causas para derivar en esta situación. Entre otras, la carencia de una burguesía progresista, como lo demostró el fallido intento del menemismo; y la existencia de un aparato del Estado que, ante la ausencia de dicho sector, se transforma en el campo de batalla de los diversos grupos, a través de los mecanismos de la representación política.
   En verdad, no tenemos una tradición republicana. No la tuvieron los gobiernos que iniciaron la modernización del país ni tampoco las gestiones populares que marcaron el rumbo del proceso político del siglo XX. Menos aún los gobiernos militares que por esencia son despóticos, y que fueron parte importante de nuestra historia. Tal vez, a pesar de la ilusión del tercer movimiento histórico en los años felices del alfonsinismo, este gobierno radical haya tenido la mayor impronta republicana, lo que no evitó su derrumbe político ante una crisis que incrementó la pobreza y las prácticas de violencia.
¿Cómo cambiar?
   Se trata de modificar la falta de sentido republicano de nuestros gobernantes. Lo que ha generado, aparte de una opaca división de los poderes, una aspiración permanente a perpetuarse en el poder, sacrificando incluso logros claves para la estabilidad el crecimiento y la transparencia del sistema.
   Esto, en los hechos, ha significado dejar de pensar en las consecuencias futuras. El gobernante que se aliena al poder comienza a tomar decisiones de carácter oportunista, quizá de efecto positivo en lo inmediato, pero que terminan por quebrar principios básicos de sustentabilidad de cualquier proyecto.
   De esta situación hablan con claridad nuestras permanentes frustraciones. Claro está, la cultura política de provincias o de regiones de carácter feudal penetran profundamente en esta concepción.
   ¿Qué necesitamos? Tal vez lo primero sea abandonar el pensamiento mágico y tomar conciencia de que, sin ahorro e inversión, nada se puede sostener. Bastaría tomar el ejemplo de la segunda presidencia de Juan Perón, quien advierte que una política de demanda sin ambos factores se torna insostenible y que ese proceso se puede realizar sin deponer los intereses de la nación.
   Aún en 1955, cuando ya su gobierno declinaba - vaya ironía - en lo político seguía organizando encuentros entre trabajadores, empresarios y gobierno, para afianzar la productividad de la economía. No era republicano, pero sin duda pensaba con visión de futuro.
   Atravesamos una época en que los discursos únicos y universales han fracasado. Queda el desafío de construir, desde nuestras propias fuerzas e inteligencia, un discurso que tome lo mejor de nuestras tradiciones; la búsqueda del progreso y de la justicia social en términos intergeneracionales y no meramente reivindicativos.
   No hay duda de que ese objetivo implica un cambio de cultura muy profundo en la que los cabos principales serán, entre otros, la devolución de la credibilidad del sistema de Justicia y una profunda transformación del sistema educativo.

   Pienso que este desafío tendría que comenzar en una profunda reforma genuina en nuestras universidades. Es decir, modificar los discursos vacíos de contenido dentro de máquinas de perfil burocrático, para rescatar en la acción los principios que exponían con absoluta claridad, entre otros, Deodoro Roca y José Ingenieros.

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