Valores como razon de Estado

En el artículo presentado el día de hoy, percibo la realidad de nuestro país y también ubico las posibles fallas de nuestro sistema. Las limitaciones de nuestra democracia muestra la escasez de valores en todo orden social, pero más precisamente en aquellos que deben dirigir. Siguiendo a Laclau, los conflictos como inevitables de la sociedad, planteo el poder incluir las diferencias dentro de una visión de conjunto. Una profunda mirada, sincera y que recorra la totalidad de nuestra historia, con sus aspectos positivos y negativos, es indispensable para lograr un Estado que contenga a todos. Por ahora, la expectativa es no caer en las sucesivas crisis que cíclicamente sacuden nuestro país. Saber del recorrido hecho, del camino delineado y del esfuerzo que eso conlleva, es lo que aquí se expone.
Llamo a los lectores a hacer su aporte para poder contener las mayores perspectivas posibles.


Valores como razón de Estado

   En el duro camino del aprendizaje social,  los argentinos venimos superando creencias. Como el que los militares podrían devolvernos el orden, la paz social y el crecimiento económico; que con la democracia se come, se crece  y se hace justicia; o que el eficientismo  privatista garantiza bienestar per se. La recuperación económica de los 90 nos enseñó que una situación transitoria de prosperidad puede no ser más que un espejismo y, la bonanza de principios de siglo, nos ilustró que esta podía diluirse por la incapacidad de gestionar la cosa pública con visión de futuro.
   Quizá de forma intuitiva, el común de la población percibe que la construcción social es un largo camino de aciertos y errores. En ese recorrido, una indefinible mayoría acepta que la democracia procedimental le garantiza expresarse y  evitar desmembramientos definitivos, entre “unos” y “otros”.  Sin embargo, dentro de ese tortuoso proceso, se aprecian diferencias fundamentales, y no sólo en la clase dirigente, sobre el sentido de República. ¿Qué constituye una República? ¿Qué garantiza? ¿Qué promueve? ¿A quién incluye? ¿A quién excluye? Aparecen imaginarios diferentes y no meramente de forma sobre el derrotero de la sociedad. Desde la visión de un Estado providencial a la creencia de un Estado mínimo.
   Dentro del sistema de creencias, es posible un sistema de corrupción que, aun definiendo políticas de carácter progresista, podrá carcomer todo sentido de probidad ciudadana y de legitimidad a las instituciones. Se puede colegir desde nuestra experiencia, que la construcción de un Estado, en el que nos sintamos identificados por reglas claves de convivencia y no meramente legales, implica  establecer valores fundacionales para el conjunto e instituciones transparentes dentro del funcionamiento de un sistema de propiedad privada. Es justamente la carencia de valores firmes, en lo que hace a la convivencia social y a la práctica política, lo que horada toda acción. Adam Smith[1], el filósofo fundacional del capitalismo, ya planteaba que el sistema sólo sería posible en la medida que las normas culturales, sostuvieran un pacto implícito del respeto al bien común.
“Muchos hombres se comportan de manera muy decente y durante toda su vida evitan sentir una conducta intachable; sin embargo, nunca experimentaron el sentimiento sobre cuya corrección basamos nuestra aprobación de su conducta sino que actuaron sólo de acuerdo con lo que consideraban que eran las reglas de conducta establecidas”. (Sen; 2000, 332)
   Amartya Sen[2] continúa en sus alusiones a Smith: 
“(…) dado que en la interpretación de las reglas de conducta establecidas es posible se conceda especial importancia a las personas que ocupan posiciones de poder y de autoridad, la conducta de los altos funcionarios es de suma importancia en la instauración de unas normas de conducta”. (Sen; 2000,332)
   Dentro de ese camino, es justo reconocer que conformar una clase dirigente será fruto de  un proceso, que es posible que se conforme en la medida que la propia sociedad cambie.  Ese cambio podrá visualizarse cuando en la gestión de gobierno surjan líderes que puedan recordarnos la apreciación del sociólogo estadounidense Daniel Bell: “El liderazgo es sentido del discernimiento. El discernimiento de lo que es oportuno y de cómo hacer las cosas”. Es decir, un liderazgo con capacidad de entender la complejidad, pero también comprender las prioridades del corto plazo y, además, la necesidad de comunicar con convicción y sencillez las razones de las medidas que tienen que ver con el futuro y las necesarias en lo inmediato.
   La experiencia post proceso militar, el propio trascurso y los años políticos que le precedieron, nos hablan o revelan el grado de desarticulación de nuestra República. La creencia que sólo la vuelta a la democracia era suficiente para reencauzar la sociedad, a través de una clase dirigente proba y lúcida, ha sido totalmente inconsistente con la realidad de casi 35 años de gobiernos elegidos por el pueblo. Esto, en gran parte, debido a la carencia de instituciones íntegras y transparentes para el resguardo de la propia vida democrática. Además, la incapacidad de desarrollar una clase dirigente a la altura de la complejidad y las necesidades de una conformación signada históricamente por intereses de carácter corporativo. La grandilocuencia de las palabras y de las promesas, se han asentado en una visión facilista de las posibilidades del país y, lo que es peor, en la práctica de un sistema de valores que hace imposible sostener la legitimidad de las acciones, cualesquiera sean.
   Dos gobiernos que resultaron claves –los pertenecientes a Menem y Kirchner-, por su visión contrapuesta de las necesidades de la República, horadaron y defenestraron las bases republicanas y el propio bienestar del conjunto, por la permisividad en el uso de las instituciones que se le confiaron. Se infiere de este espejo, el descreimiento del conjunto y el “vale todo” como posible, si la propia dirigencia política se manifiesta sin límite alguno.
   Desde nuestra interpretación, la historia nos revela que en nuestra cultura hay cierta proclividad al mesianismo que, a la postre, dentro del juego de poder, ha derivado  en “los nuestros” y “los otros”. El depositar todo en la idea del líder mesiánico tiene una contrapartida, que es el abandono de la fortaleza institucional al perderse el necesario equilibrio de poderes.
   Otro aspecto a considerar y que influye en el debilitamiento de la democracia, se refiere al vaciamiento organizativo y el anquilosamiento -no casual- de los partidos políticos, que han dejado de representar amplios espectros de intereses sociales. Importantes derechos de minorías rescatados y quizá, como lo más importante de destacar del proceso democrático, se han ganado al calor de las luchas de organizaciones ajenas a la visión de los partidos. Sin embargo, y no es un tema menor, la capacidad de adhesión de gran parte de la juventud, a un modelo que presentaba un fuerte sentido de equidad y justicia, habla del potencial de movilización de importante sectores sociales.
   Viene a cuento una anécdota: Estando en una de las ciudades de la costa este norteamericana, le pregunto a mi ocasional acompañante -una psiquiatra cordobesa con muchos años en la urbe-, cómo me podía caracterizar la construcción de una sociedad tan ordenada, limpia y además talentosa en el plano de la vida educativa del país. Simplemente, me contestó: “¿Ves aquella persona que está trabajando en la plaza? Esa persona no piensa que el problema de la plaza es del Alcalde, él piensa que el problema de la plaza es de él. Él es el responsable. Un tema de valores, indudablemente”.
   Entonces, se trata de tomar conciencia de cuáles son nuestros valores reales.  Podemos decir que nuestros intereses son los de la clase trabajadora, pero si lo único que hago es defender los intereses de mi gremio, incluso perjudicando a los que menos tienen o a los desempleados, es indudable que el valor real es corporativo y de poder. Podemos decir que lo que nos interesa es el desarrollo del país, pero si en nuestros balances ocultamos ganancias reales, es claro, que nuestros valores son agrupados. Podemos decir que la educación es el valor fundamental de la sociedad y en particular del magisterio, pero si cada vez hay menos días de clase o los resultados son pobres, está claro que no lo es. Sería un deber ser, pero no es un valor real. Mucho del mensaje del Papa tiene que ver con esta necesidad de dejar la hipocresía de lado.
   Dos grandes ejes atraviesan nuestra complejidad social: El espíritu emprendedor heredado de los luchadores inmigrantes y un deseo de justicia adquirido de un fuerte sentido de reivindicación social. Aspiración generada en las luchas de los trabajadores, a través del logro de la relación trabajo y vida digna que implicó la primera etapa de justicialismo.
   Por lo anterior, toda acción de gobierno deberá contemplar ese espíritu de justicia y a la vez el de logro, propio de las sociedades más avanzadas. Dentro de esa encrucijada, la respuesta es la necesaria productividad del sistema económico y la dignificación del trabajo como principio generador de la decencia de la sociedad toda. Eso, indudablemente nos lleva a percibir que el camino no es fácil, es un proceso dialéctico entre presente y futuro, entre acumulación de capital y distribución del ingreso. Significa, en términos políticos esclarecer, no difamar, disentir, no excluir, pero también clarificar los valores en juego en cada oportunidad que la discusión nuble la vocación inclusiva de la República. 
   De allí, la importancia de la capacidad intelectual y moral de la clase dirigente. Nuestra historia de los últimos 90 años, ha sido una historia de enfrentamientos  y de frustraciones,  que deberían ser fuentes de aprendizajes y de búsqueda. Sin embargo, la apreciamos desde visiones diferentes y absolutas; esto nos niega la posibilidad de construir un imaginario común y un reconocimiento de reglas que sirvan de canalización a los naturales conflictos, que son parte constitutivas de cualquier sociedad. La pregunta es cómo podemos construir lo que Nicolás Maquiavelo[3], dentro de su concepción de humanismo cívico, planteaba:
“Por virtud de los ciudadanos se produce el surgimiento de la capacidad creativa y dinamismo de toda República; esto es, la predisposición libre de actuar en la vida comunitaria y en la actividad política de la ciudad, hacia la que se corresponden como miembros activos y responsables.”
   Esto supone concebir a la sociedad como sujeto orgánico superior y exterior a los individuos que la componen, unificada en sus elementos por valores que le dan cohesión y estabilidad. A la vez, proporcionan sustento a las normas que rigen las conductas de los individuos.
   En un estado democrático no comunista y, como en nuestro caso, en formación, el desafío estriba en superar la suma de demandas que configuran la base política del populismo. Tal como lo expone Laclau[4] en “La Razón Populista”, la clave pasa por la capacidad que adquieran los sucesivos gobiernos de superar los naturales conflictos y antagonismos de clase, a partir del reconocimiento de todos los actores como partes ineludibles de la construcción de un nuevo Estado. Vale decir, responder al desafío de Joaquín V. González[5], cuando en su discurso del siglo, este intelectual de las filas del roquismo, nos decía que el país iba a sufrir por largo tiempo las consecuencias de errores fundamentales en la construcción de la Argentina moderna. 
   Estaría claro que, si la sociedad no logra establecer valores comunes y constructivos, es probable se profundice el estado de descreimiento y antagonismo exacerbado.
   Esto, sin duda, es nuestro desafío a superar y, creo, dependerá según convengamos respecto a lo que John Rawls[6] ha llamado “los poderes morales que compartimos”: Una capacidad para el sentido de la justicia y para la concepción del bien. Sen asume que, para Rawls, la presuposición de estos poderes compartidos es fundamental en la tradición del pensamiento democrático junto con los poderes de la razón -adicionando el discernimiento, la reflexión y la inferencia relacionados con estos poderes-.
   En suma, no sólo hay que hablar de República o de Democracia inclusiva, sino que hay que luchar por un imaginario que nos contenga como conjunto y nos permita canalizar nuestros conflictos dentro de un proyecto que la sociedad haga propio. Sólo será posible, dada las diferencia naturales de interpretación,  si logramos desarrollar una revolución respecto de los valores vigentes. Si negamos esta posición, sostenemos, coincidiendo con Amartya Sen, no sólo que abandonamos la tradición del pensamiento democrático sino que también contribuimos a limitar nuestra racionalidad.
   Para cerrar, como objetivo fundamental y prioritario, una profunda reforma del sistema de justicia y del sistema educativo. Ambos como fundamentos del resto de los cambios posibles.



  
[1]Economista y filósofo escocés.
[2] Filósofo y economista bengalí.
[3] Diplomático, funcionario público, filósofo político y escritor italiano.
[4] Teórico político argentino.
[5] Político, historiador, educador, masón, filósofo, jurista y literato argentino
[6] Filósofo y profesor estadounidense.

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