Radiografía del docenio del gobierno kirchnerista, la fuerza del populismo (6)

Con el presente artículo culmina la sección dedicada a analizar minuciosamente el proceso de los gobiernos kirchneristas.
Es clave, como sociedad, visualizar y complejizar los elementos que dispuse a lo largo de esta serie. En los seis artículos se fundamenta con diversos teóricos, se destacan las cuestiones positivas y también las negativas, se ejemplifica para aportar claridad y se intenta lograr no caer en la crítica banal. En la sección hay diversos recursos analíticos con los cuales es posible reflexionar sobre el pasado reciente y sobre la actualidad.
En este cierre, la propuesta, una vez más, es observar críticamente la sociedad. Un gobierno populista, con un discurso característico, con medidas inclusivas y con innumerables errores.
Espero que disfruten del último escrito de la serie.

A modo de colofón

   Argentina es un país complejo. Después del Peronismo, asistimos a una lucha interminable por imponer discursos hegemónicos y todos han  fracasado:
El Partido Justicialista con la destitución de Perón.
El ciclo de gobierno militares destituyentes de mandatos civiles.
Luego del revés de Malvinas, el reencauce del ciclo democrático, no sin haber estropeado en todos los frentes y haber sumido al país en una de las situaciones más dolorosas y traumáticas de la historia argentina.
El presidente Alfonsín termina adelantando elecciones, dentro de una crisis de equilibrios y con una desocupación desproporcional respecto a los 40 años que le precedieron.
El gobierno de Menen, supuestamente popular, concluye aceptando las  imposiciones del Consenso de Washington. Deja un proceso en marcha que le termina estallando a la gestión de la Alianza, presidida por el Dr. De la Rúa.
Antonio De la Rúa, de acuerdo a su equipo de colaboradores, coincidía con el marco ideológico de la presidencia de Menen. Como consecuencia se produce una crisis que lleva al país a un estado prácticamente de descomposición y anomia política.
Asume el Presidente Kirchner y, al igual que el Dr. Menen, encamina la situación inicial de trance. Desarrolla una política inicialmente eficiente, que termina licuándose, según lo que he interpretado, con serias debilidades en su concepción democrática y  desconocimiento severo del valor de la imagen pública. 

   Cabe acotar que, cuando la representación implica la posibilidad de concretar esperanzas; los medios, tan vilipendiados por el arco contenido en el progresismo, carecen de poder de convencimiento, según los resultados de las elecciones del 2011.
   Este cuadro  descripto,  necesariamente, nos lleva a las reflexiones de Schumpeter[1] y a preguntarnos el porqué de tan profunda crisis de valores y de gobiernos.
   Como vengo sosteniendo en mis escritos, Argentina carece de una clase  hegemónica. Lo que se libra por el control del Estado es una lucha permanente entre sectores que terminan produciendo desgastes políticos y  situaciones de anomia social. Dado que, cada situación de crisis o serios retrocesos -tal cual una marcha de aceite-, extiende la marginación.
   Pero creo, no es toda la explicación, que también la causa debe buscarse en el cuadro de valores  que rige en el comportamiento de la clase política  y en gran parte de la sociedad. Porque, en definitiva, los comportamientos responden a valores y a la capacidad de pensar y accionar en términos de inteligencia estratégica, atendiendo los niveles de complejidad.
   En el conjunto de la dirigencia, de alcance regional o nacional, los egresados de las universidades  significan el 90% de esos dirigentes. De ese 90%, se puede estimar en un  95 %  que son egresados de la universidad pública. Esto, ¿qué me lleva a pensar? Las universidades están fracasando en el desarrollo de líderes probos. Una causa por el tipo y metodología de formación pero, fundamentalmente, porque la práctica política inserta en las universidades, aparece como deformante por la visión predominante de corto plazo y por la poca sobriedad ante la cosa pública.
   Schumpeter justamente señalaba que la democracia, dentro del capitalismo, se define como un sistema de representación. A los ciudadanos sólo les cabe elegir los representantes que considere más conveniente para el predominio de sus intereses, a partir de las estructuras partidarias que los sostienen en base a organización y al enunciado de ciertos discursos ideológicos.
   También cabe acotar que, entre más grande y populoso es un país, más difícil es el contacto directo entre representantes y representados; también menos abierta la posibilidad de elección real por parte de los votantes. Durante el s. XX, el discurso ideológico fue predominante pero, a fines la eclosión de los discursos únicos, las tecnologías de interacción instantáneas y la incertidumbre que conlleva el nuevo ciclo económico mundial debilitaron las diferenciaciones en la izquierda (como sujetos del progresismo) y en la derecha (como sujetos del conservadorismo). En consecuencia, derivaron en un pragmatismo que, al menos en los países en desarrollo, le hacen mucho daño a la democracia, dada la existencia y el proceso de estructuras duales.
   Por eso creo que los jóvenes respondieron con esperanza al discurso de los Kirchner. Por el fuerte contenido ideológico y movilizador que estos definieron en sus palabras y también en muchas de sus políticas. Fueron gobiernos que reivindicaron la identidad, como he señalado en los demás artículos, de diversos grupos sociales.
   Sin embargo, por las propias experiencias del proceso político y económico, tampoco los grupos políticos que emergieron en los tres gobiernos cumplieron con los requisitos esenciales, que sabiamente planteaba Schumpeter:
La primera. La importancia de que la sociedad sea capaz de generar representantes por encima de su nivel medio y con prácticas éticas que impidan que el poder degenere en corrupción institucional.
La segunda. La capacidad de generar instituciones independientes, que sean capaces de cumplir sus funciones especializadas por fuera del poder político eventual y con fundamentos en el cumplimiento del pacto constitucional.
La tercera. Contar con una burocracia consolidada y proba, con un hondo sentido del deber y el respeto a los diferentes actores sociales.
La cuarta. La existencia de una autodisciplina democrática, puesta en evidencia por el respeto absoluto por la ley, con un alto grado de tolerancia hacia las diferencias de opinión por parte de la ciudadanía. Concretamente expresa que:



“Los electorados y los parlamentos  tienen que tener un nivel intelectual y moral lo bastante elevado como para estar a salvo de los ofrecimientos de los fulleros y farsantes, o de otros hombres que sin ser ni una cosa ni la otra, se conducirán de la misma manera que ambos”.

   Está claro que las observaciones de Schumpeter implican el desarrollo social y económico, pero no solamente eso. La escala de valores predominantes se torna esencial para el desarrollo democrático de una sociedad, todavía necesariamente mediada por los profesionales de la política. Ese es el tremendo desafío. Sociedades que, como el caso de Argentina, hasta hoy se revela impotente para contener un alto porcentaje de la población en condiciones de vida digna y con índices de calidad educativa.
   Es decir, estuve describiendo una sociedad que, desde hace aproximadamente 45 años, tiene un comportamiento decadente. Sin embargo, es una situación a revertir, a pesar de la contracara de istmos intelectuales, científicos y artísticos sobresalientes.
   La paradoja es que el populismo emerge de las debilidades del sistema. Pero, aún con  esa condición de rebeldía al statu quo, si no cumple con los requisitos que muy bien enmarca Schumpeter, las consecuencias suelen ser más fatídicas. Si la democracia populista no está liderada por hombres de concepción de Estado, como podría considerar a un Cárdenas en México o un Perón en Argentina, hombres providenciales en circunstancias históricas favorables, nada a largo plaza se puede construir. Se requiere de hombres excepcionales y carismáticos, capaces de establecer una especie de relación cara a cara con sus seguidores y en los cuales el pueblo deposita toda su confianza. Sin ellos, el movimiento populista queda huérfano. De hecho, los seguidores de Cárdenas o de Perón, pierden fácilmente el rumbo.
   Hoy la derecha, cuyo gobierno se define por representantes educados en escuelas privadas y universidades extranjeras en su mayoría y que accede a la conducción por primera vez en la historia en elecciones limpias, tendrá que sortear los desafíos de una sociedad compleja y  consciente de sus derechos. No es una sociedad que se calme, que acepte. Es una sociedad con un fondo de justicia y de reclamo social muy fuerte y muy consciente, que no retrocede en sus demandas. Argentina contiene una importante población con espíritu emprendedor y ambicioso en lo económico pero que, vaya paradoja, desconfía del éxito de los ricos.  Una colectividad en la que si dos chicos mueren porque no hay un semáforo, ahí hay quinientas personas reclamando un semáforo. Esto la destaca del resto de América latina aún con la penetración individualista, las fuertes expresiones corporativas  y la debilidad en el ejercicio de los valores sociales necesarios para crecer institucionalmente. 

Recapitulando
   Dos grandes ejes atraviesan nuestra complejidad social: El espíritu emprendedor, heredado de los luchadores inmigrantes y un deseo de justicia, adquirido de un fuerte sentido de reivindicación social. Ambas aptitudes fueron generadas en las luchas de los trabajadores y su plena vigencia, a través del logro de la relación trabajo y vida digna que implicó la primera etapa de Justicialismo.
   Por lo anterior, toda acción de gobierno deberá contemplar ese espíritu de justicia y simultáneamente el de logro, propio de las sociedades más avanzadas. Dentro de esa encrucijada, la respuesta es la necesaria productividad del sistema económico y la dignificación del trabajo.
   El camino no es fácil, es un proceso dialéctico entre presente y futuro, entre acumulación de capital y distribución del ingreso. Significa, en términos políticos: No difamar, disentir, no excluir; pero también clarificar los valores en juego, en cada oportunidad que la discusión nuble la vocación inclusiva de la República.
   A partir de allí, la importancia de la capacidad intelectual y moral de la clase dirigente. Nuestra historia, de los últimos casi 90 años, ha sido de enfrentamientos y de frustraciones, que deberían ser fuentes de aprendizajes y de búsqueda. Sin embargo, la apreciamos desde visiones diferentes y absolutas. Esta realidad nos niega la posibilidad de construir un imaginario común y un reconocimiento de reglas que sirvan de canalización a los naturales conflictos, partes constitutivas de cualquier sociedad.
   ¿Cómo podemos construir lo que Nicolás Maquiavelo[2], dentro de su concepción de humanismo cívico, planteaba?


“Por virtud de los ciudadanos se produce el surgimiento de la capacidad creativa y dinamismo de toda República; esto es, la predisposición libre de actuar en la vida comunitaria y en la actividad política de la ciudad, hacia la que se corresponden como miembros activos y responsables”.

   Esto supone concebir a la sociedad como sujeto orgánico superior y exterior a los individuos que la componen. Una colectividad unificada en sus elementos por valores que le dan cohesión y estabilidad, y que proporcionan sustento a las normas que rigen las conductas de los individuos.
   Está claro que, si la sociedad no logra establecer valores comunes respecto a cuestiones como la educación pública, la responsabilidad individual, la obediencia de las instituciones, el respeto por el otro, la honestidad privada y pública, la calidad de la dirigencia, de la justicia, de sus magistrados -lo que a mi juicio no existiría- redundará en un período de desgarramiento y desintegración.                                                                                             
   Este, sin duda, es nuestro desafío a superar. Creo que dependerá de lo que John Rawls ha llamado “los poderes morales que compartimos”: “Una capacidad para el sentido de la justicia y para la concepción del bien, junto con los poderes de la razón (y los del discernimiento, la reflexión y la inferencia relacionados con estos poderes)”.[3]
   En suma, no sólo hay que hablar de República o de Democracia inclusiva sino, insisto, en que hay que luchar por un imaginario que nos contenga como conjunto.
   La realidad hoy es de una sociedad contradictoria, violenta en muchos aspectos y todavía sin rumbo cierto.



[1] Economista y profesor austro-estadounidense.
[2] Diplomático, funcionario público, filósofo político y escritor italiano
[3] Jhon Rawls (1993) es retomado por Amartya Sen (2000), en Desarrollo y Libertad, en referencia a su obra “Political liberalism”, Nueva York, Columbia University Press.

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