Raíces de nuestra cultura (3)
El siguiente artículo plantea un revisionismo histórico reciente, a partir del 2001. Además, una reflexión que se sitúa más allá de los gobiernos que se hicieron presente en nuestra historia y que llega al sistema en el cual estamos inmersos. Humildemente, se intenta dar una visión de realidad con algunas soluciones; pero teniendo presente que, como dice el artículo, “nadie es dueño de la verdad”, y por lo tanto hay muchas preguntas por hacer y responder. La planificación en los cambios estructurales, con el tiempo y el trabajo que ello demanda, es la propuesta que aquí se formula. El artículo original fue publicado en La Voz del Interior, en agosto del 2012.
Espero que la lectura sea agradable y sus comentarios son bienvenidos.
Desafíos de nuestra democracia
No podemos no reconocer que hemos estado sujetos a un sistema capitalista sumergido en contradicciones manifiestas y, de algún modo, autodestructivo. Este juicio surge del porcentaje de población que ha quedado fuera del mercado, de la composición de la propiedad del capital y, sobre todo, en la orfandad de valores firmes sobre el significado de la democracia. Concepto ambiguo, pero que se refiere no sólo al hecho de gobiernos elegidos democráticamente, sino también al reconocimiento de que nadie es dueño de la verdad y que, por lo tanto, la divergencia es su fundamento.
Uno de los factores, no hay duda, ha sido la permanente contradicción entre los intereses objetivos e ideológicos del sector de la producción primaria y los intereses del sector industrial. Este ámbito jaqueado por políticas neoliberales, crisis recurrentes, por la inflación como acelerador de demandas y las restricciones en los procesos de sustitución de importaciones. Limitaciones que no han contemplado su factibilidad respecto a sus posibilidades de competitividad dentro del concierto internacional.
Sin embargo, hemos tenido años de crecimiento, que pueden, en parte, explicarse por:
· La crisis terminal de los años 2001 y 2002.
· La toma de conciencia del significado de las políticas neoliberales en la realidad socioeconómica.
· La implementación de políticas públicas con fuerte sesgo industrializador.
· La profundización de la alianza con Brasil.
· Una renta agropecuaria excepcional aplicada al mercado interno.
· La renegociación de una deuda externa impagable en condiciones muy favorable para la recuperación de la soberanía y liberación de recursos.
Ha habido otras medidas importantes, sobre todo en materia de derechos humanos, pero lo medular, creo, es lo puntualizado.
El aprendizaje más evidente, y de mayor consenso, fue la implementación de políticas deliberadas con el fin de mantener el superávit fiscal y el comercio exterior, dada la previsibilidad que esto permitió respecto a ciertas variables claves del funcionamiento económico. “Evitar la inflación, evitar las crisis recurrentes de la balanza de pagos y resguardar la competitividad”. Dentro de ese cuadro, los excedentes agrarios jugaron un papel fundamental, ya que estos permiten el financiamiento del desarrollo industrial e incluso redistribuir las rentas.
Es claro que, con nuestro historial, el sostenimiento de políticas públicas coherentes se torna esencial para revertir cuadros de distorsión tan agudos como los que hemos vivido en Argentina.
Políticas coherentes significa preservar una matriz posible de crecimiento, atendiendo las restricciones fundamentales que puedan impedir el mantener una política de avance real, aunque paulatino de las conquistas logradas y logrables. Cuando esto no se contempla comienzan a aparecer restricciones que obstaculizan su sostenimiento. Por caso la restricción energética, que hoy es un cuello de botella para sostener el crecimiento, o el fenómeno de la inflación, que, a mi parecer, no obedece a otra razón que acelerar un proceso de demanda que termina degastando el poder adquisitivo de los sectores populares y medios. Sí, hay factores estructurales, pero ese es un marco sólo modificable a largo plazo.
Vale decir, cuando predomina el espíritu voluntarista sobre la intención real de cambio, las medidas fáciles, aparentemente progresistas, terminan siendo un boomerang.
La complejidad de nuestro país exige programas, equipos técnicos y debates democráticos. Nadie puede creerse dueño de la verdad. En nuestra historia, todos los que han cometido ese error han terminado vencidos por la realidad. Hasta un estadista de la talla de Perón tuvo que reconocer la necesidad de cambiar el discurso único por uno de consenso. ¿Por qué?
Argentina, mal que les pese a algunos intelectuales de izquierda, no tiene un sector hegemónico. Sí tiene una clase media extendida en la que un amplio sector de la misma pertenece a su tramo inferior. Tampoco tiene un sector industrial o del campo que construya un discurso político aglutinante. A futuro, un proceso interesante de seguir es la transformación paulatina del agro en un sector industrial de características propias, lo que puede implicar en el mediano plazo una visión muy diferente de la tradicional. Por hoy, son sectores que no logran articular un discurso político a través de definiciones concretas con inserción social.
Argentina sí posee, a diferencia del resto de América Latina, una importante clase obrera organizada con peso propio y con una tradición de lucha no despreciable. Tradición de lucha que, por sus fundamentos, no plantea un programa político inclusivo. Más bien, se plasma en los hechos en intereses corporativos, ajenos a un proyecto integrador, aunque justo es reconocer, más coherente en su accionar, que el resto de las fuerzas sociales. Entonces, claro que hay ricos, también pequeños burgueses, sectores de trabajadores de ingresos medios, pobres, y una importante cantidad de miserables; pero ninguno posee un discurso político social con fuerte incidencia en la sociedad y esto se da dentro de una realidad en la que el capital internacional prevalece, tanto en la estructura industrial, como en la minería y en los servicios. Esto, creo yo, es la realidad.
¿Dónde se visualizan estas contradanzas? En la debilidad de nuestras instituciones, en la carencia de élites (no económicas), en el hecho que el igualitarismo o la mediocridad institucional predomina sobre el mérito como fundamento de la dirigencia social. A esto lo vemos hoy en las dificultades de innovar en el sistema educativo, atascado por la burocracia sindical y la falta de liderazgos.
Dentro de las condiciones descriptas, cuando un gobierno, cualquiera fuere, no es capaz de desarrollar algún nivel de autocrítica y cree que por su ideología debe mantenerse en el poder, asistimos no sólo a un discurso omnipotente sino, a algo que es peor, a desandar gran parte de los logros obtenidos y movilizar en forma anárquica todas esas fuerzas contrapuestas que nos caracterizan.
Se trata del eterno recurrente de nuestra cultura autoritaria, dentro de un proceso social que no ha dado respuesta a una pregunta esencial de los albores del siglo XX. “¿A través de qué mecanismos se generaría la circulación de las élites?”
El 90 % de la dirigencia política de Argentina es graduada en nuestras universidades. Sin embargo, la cultura autoritaria y la falta de visión de largo plazo son comunes al conjunto. Los giros de posición exceden lo táctico, por lo que aparece en su accionar una gran proclividad al oportunismo. Cómo se generan sus aprendizajes y valores es la actual pregunta a la cual deberíamos darle respuesta. ¿Cómo? ¿Quiénes?
Espero que la lectura sea agradable y sus comentarios son bienvenidos.
Desafíos de nuestra democracia
No podemos no reconocer que hemos estado sujetos a un sistema capitalista sumergido en contradicciones manifiestas y, de algún modo, autodestructivo. Este juicio surge del porcentaje de población que ha quedado fuera del mercado, de la composición de la propiedad del capital y, sobre todo, en la orfandad de valores firmes sobre el significado de la democracia. Concepto ambiguo, pero que se refiere no sólo al hecho de gobiernos elegidos democráticamente, sino también al reconocimiento de que nadie es dueño de la verdad y que, por lo tanto, la divergencia es su fundamento.
Uno de los factores, no hay duda, ha sido la permanente contradicción entre los intereses objetivos e ideológicos del sector de la producción primaria y los intereses del sector industrial. Este ámbito jaqueado por políticas neoliberales, crisis recurrentes, por la inflación como acelerador de demandas y las restricciones en los procesos de sustitución de importaciones. Limitaciones que no han contemplado su factibilidad respecto a sus posibilidades de competitividad dentro del concierto internacional.
Sin embargo, hemos tenido años de crecimiento, que pueden, en parte, explicarse por:
· La crisis terminal de los años 2001 y 2002.
· La toma de conciencia del significado de las políticas neoliberales en la realidad socioeconómica.
· La implementación de políticas públicas con fuerte sesgo industrializador.
· La profundización de la alianza con Brasil.
· Una renta agropecuaria excepcional aplicada al mercado interno.
· La renegociación de una deuda externa impagable en condiciones muy favorable para la recuperación de la soberanía y liberación de recursos.
Ha habido otras medidas importantes, sobre todo en materia de derechos humanos, pero lo medular, creo, es lo puntualizado.
El aprendizaje más evidente, y de mayor consenso, fue la implementación de políticas deliberadas con el fin de mantener el superávit fiscal y el comercio exterior, dada la previsibilidad que esto permitió respecto a ciertas variables claves del funcionamiento económico. “Evitar la inflación, evitar las crisis recurrentes de la balanza de pagos y resguardar la competitividad”. Dentro de ese cuadro, los excedentes agrarios jugaron un papel fundamental, ya que estos permiten el financiamiento del desarrollo industrial e incluso redistribuir las rentas.
Es claro que, con nuestro historial, el sostenimiento de políticas públicas coherentes se torna esencial para revertir cuadros de distorsión tan agudos como los que hemos vivido en Argentina.
Políticas coherentes significa preservar una matriz posible de crecimiento, atendiendo las restricciones fundamentales que puedan impedir el mantener una política de avance real, aunque paulatino de las conquistas logradas y logrables. Cuando esto no se contempla comienzan a aparecer restricciones que obstaculizan su sostenimiento. Por caso la restricción energética, que hoy es un cuello de botella para sostener el crecimiento, o el fenómeno de la inflación, que, a mi parecer, no obedece a otra razón que acelerar un proceso de demanda que termina degastando el poder adquisitivo de los sectores populares y medios. Sí, hay factores estructurales, pero ese es un marco sólo modificable a largo plazo.
Vale decir, cuando predomina el espíritu voluntarista sobre la intención real de cambio, las medidas fáciles, aparentemente progresistas, terminan siendo un boomerang.
La complejidad de nuestro país exige programas, equipos técnicos y debates democráticos. Nadie puede creerse dueño de la verdad. En nuestra historia, todos los que han cometido ese error han terminado vencidos por la realidad. Hasta un estadista de la talla de Perón tuvo que reconocer la necesidad de cambiar el discurso único por uno de consenso. ¿Por qué?
Argentina, mal que les pese a algunos intelectuales de izquierda, no tiene un sector hegemónico. Sí tiene una clase media extendida en la que un amplio sector de la misma pertenece a su tramo inferior. Tampoco tiene un sector industrial o del campo que construya un discurso político aglutinante. A futuro, un proceso interesante de seguir es la transformación paulatina del agro en un sector industrial de características propias, lo que puede implicar en el mediano plazo una visión muy diferente de la tradicional. Por hoy, son sectores que no logran articular un discurso político a través de definiciones concretas con inserción social.
Argentina sí posee, a diferencia del resto de América Latina, una importante clase obrera organizada con peso propio y con una tradición de lucha no despreciable. Tradición de lucha que, por sus fundamentos, no plantea un programa político inclusivo. Más bien, se plasma en los hechos en intereses corporativos, ajenos a un proyecto integrador, aunque justo es reconocer, más coherente en su accionar, que el resto de las fuerzas sociales. Entonces, claro que hay ricos, también pequeños burgueses, sectores de trabajadores de ingresos medios, pobres, y una importante cantidad de miserables; pero ninguno posee un discurso político social con fuerte incidencia en la sociedad y esto se da dentro de una realidad en la que el capital internacional prevalece, tanto en la estructura industrial, como en la minería y en los servicios. Esto, creo yo, es la realidad.
¿Dónde se visualizan estas contradanzas? En la debilidad de nuestras instituciones, en la carencia de élites (no económicas), en el hecho que el igualitarismo o la mediocridad institucional predomina sobre el mérito como fundamento de la dirigencia social. A esto lo vemos hoy en las dificultades de innovar en el sistema educativo, atascado por la burocracia sindical y la falta de liderazgos.
Dentro de las condiciones descriptas, cuando un gobierno, cualquiera fuere, no es capaz de desarrollar algún nivel de autocrítica y cree que por su ideología debe mantenerse en el poder, asistimos no sólo a un discurso omnipotente sino, a algo que es peor, a desandar gran parte de los logros obtenidos y movilizar en forma anárquica todas esas fuerzas contrapuestas que nos caracterizan.
Se trata del eterno recurrente de nuestra cultura autoritaria, dentro de un proceso social que no ha dado respuesta a una pregunta esencial de los albores del siglo XX. “¿A través de qué mecanismos se generaría la circulación de las élites?”
El 90 % de la dirigencia política de Argentina es graduada en nuestras universidades. Sin embargo, la cultura autoritaria y la falta de visión de largo plazo son comunes al conjunto. Los giros de posición exceden lo táctico, por lo que aparece en su accionar una gran proclividad al oportunismo. Cómo se generan sus aprendizajes y valores es la actual pregunta a la cual deberíamos darle respuesta. ¿Cómo? ¿Quiénes?
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