Recurrir a los valores para lograr la cohesión social (2)

En el segundo artículo de la actual sección, intento poner en discusión los elementos para lograr una sociedad que incluya a la totalidad de los habitantes.
   A partir de los enfoques de diversos teóricos, como Habermas, Smith, Dunn, Taylor, Castoriadis, Rawls, etc., resalto la importancia de la acción política en una democracia. Este tipo de accionar siempre debe estar orientado al bien común. De hecho, cuando deja de funcionar de tal manera las fracturas en una colectividad son profundas. Sin embargo, la acción política no deja de expresar una lucha permanente por el poder.
   Cuando la acción del ciudadano tiene como base lo público y el bien común, las sociedades son mucho más inclusivas. 
  

El cimiento de una sociedad justa

   Considero, de forma intuitiva, y quizás por mi concepción del significado y el alcance de la noción de sociedad[1], que cuando se habla de ciudadanía, desde una  perspectiva filosófico política, siempre aparecerán dos aspectos centrales a integrar y esclarecer: justicia y pertenencia comunitaria. Tomada así, la justicia está referida a la cuestión de los derechos individuales (Smith[2]/Rawls[3]), mientras que la pertenencia nos remite a la noción de vínculo comunitario o de identidad (Smith/Taylor[4])
   Este es un juego de relaciones que propongo a partir de lo que expone Smith sobre el hombre egoísta (actúa en medio de espectadores a los que tiene que respetar), la posición de Rawls sobre los fundamentos de la justicia individual como principio de equidad dentro del marco de las relaciones sociales capitalistas y la posición de Taylor respecto a los fundamentos de conductas que parten de lo social (para  apreciar el bien y la justicia). Un ida y vuelta con puntos de partida y énfasis ideológicos distintos.
   Mediante este doble juego de integrar a Adam Smith con Rawls, y al primero con Taylor, se puede acceder a una noción de ciudadanía que, en tanto se apoye en instituciones estables de la libertad constitucional, nos acerca a la idea de democracia. No obstante, a pesar de la importancia que le otorgo a los autores citados, es necesario que me detenga en otros con importantes coincidencias. Uno de ellos es Habermas[5], quien define  que la viabilidad de la democracia está en relación directamente proporcional con el equilibrio que guarden entre sí las instituciones normativas, y las cualidades y actitudes de la acción ciudadana.[6]
   Esta concepción, que configuraría la ortodoxia democrática del mundo occidental, aparece con un enfoque diferente en los conceptos de Cornelius Castoriadis[7]. Este psicoanalista nos proporciona una visión de la problemática que considero mucho más rica, si bien no es excluyente de la anterior. Castoriadis se reubica en una perspectiva conceptualmente más crítica al realizar la distinción entre la democracia como procedimiento, o concepción individualista del liberalismo clásico, y la democracia como régimen, que nos remitiría a una forma de objetivación comunitaria de un proyecto humano. Es decir, una concepción de vida colectiva puesta en escena.
   Concretamente nos dice:  


“A partir del momento que surge en la historia efectiva el proyecto de autonomía como autonomía a la vez individual y colectiva, debemos considerar la idea -y no es simplemente una idea- de una sociedad que no sería sólo un sistema con una finalidad, un para sí más allá de los individuos que ella fabrica  y que la componen, sino que sería capaz de reflexionarse, de ‘autoinstituirse’ explícitamente y de decidir con conocimiento de causa y tras deliberación; o sea una sociedad que puede y debe llamarse autónoma”. (Castoriadis; 2004, 56)


       Para Castoriadis, según lo interpreto, toda concepción de la democracia, que se detiene exclusivamente en lo procedimental, abandona de hecho el valorar las significaciones imaginarias concernientes a los fines de la vida colectiva. Bloquea, de esta manera, cualquier discusión sobre los fines que hacen a la forma del régimen político.

        Dentro de este contraste, la propuesta habermasiana, que se desprende del trabajo tomado como referencia[8], nos conduciría a un proceso de comprensión de tipo sincrónico. Regulado éste por las demandas de mercado y por las seguridades básicas de propiedad y de libre comercio que necesitan de una ética ciudadana. Castoriadis, en cambio, nos estaría ofreciendo una visión más diacrónica. En el sentido de una construcción socio-histórica no necesariamente condicionada por los principios ilustrados ni el capitalismo aunque, como veremos, necesariamente matizada por la irrupción de cambios significativos en su comprensión de otros factores de carácter cultural. En la visión de Castoriadis se desprende el valor del aprendizaje y el sentido de pertenencia a través de una simbología convocante.


El concepto de ciudadano en el modelo habermasiano
   Me parece, de la lectura de Tres modelos de democracia, que la raíz más fuerte del concepto en Habermas parecería basarse primeramente en la del ciudadano liberal. Es decir, aquel que está parado sobre los derechos subjetivos, ámbito en el que tiene garantizada la pluralidad de opciones; sólo limitadas por una legalidad previamente pactada, y en el que queda libre de coacciones externas. Éste ciudadano es tal en tanto ejerce estos derechos frente al Estado y los demás habitantes, haciendo valer sus intereses privados. De modo que, en confluencia con otros intereses privados, puedan ejercer efectiva influencia sobre la administración estatal o sus resortes de poder. Sin embargo, en la óptica de Habermas, este ciudadano, en la actualidad, parece no alcanzar. De allí que:


“En situaciones de pluralismo cultural y social, tras las metas políticamente relevantes, se esconden a menudo intereses y orientaciones valorativas que de ningún modo pueden considerarse constitutivos de la identidad de la comunidad en conjunto, es decir, del conjunto de un forma de vida subjetivamente compartida”. (Habermas; 2004, 45)


   Lo que hoy se difunde, desde lo conceptual para el mundo de las organizaciones, es que si los procedimientos no se asientan sobre un cúmulo de valores que definen determinados comportamientos, y se defienden tanto para la esfera pública como para la esfera privada, los sistemas tienden a perder efectividad. Vale la pena señalar que en la actualidad se reconoce, por lo menos en el nivel académico norteamericano, que los sistemas empresariales y organizaciones en general no alcanzan un funcionamiento apropiado y eficiente si sólo están basadas en sistemas normativos o procedimentales.

   A partir de lo expuesto, extractamos:


“Conforme a este modelo, la deliberación, en lo que a su contenido se refiere, puede apoyarse en un consenso de fondo entre los ciudadanos que se basa en la común pertenencia a una misma cultura, y que se renueva en los rituales en que se hace memoria de algo, así como de un acto de fundación republicana.” (Habermas; 2004, 47)


   Esta incorporación es precisamente la que tiene por objetivo amalgamar un procedimiento integral para la deliberación y la toma de decisiones, en la medida en que combina en la negociación política los componentes de la autocomprensión ética, y estructura la comunicación en términos normativos. El complemento dimensional estará en la acción comunicativa: “interacción simbólicamente mediada [orientada] de acuerdo con normas intersubjetivamente vigentes” (Habermas; 2004, 47). Ambas dimensiones, rebautizadas como la política instrumental y la política dialógica respectivamente, tendrían como fin asegurar las condiciones básicas de comunicación en los procesos políticos que, a su vez, permitirían arribar a resultados racionales.
        Habermas, sin embargo, acepta que mientras no cambie la organización de la naturaleza humana y mientras hayamos de mantener nuestra vida por medio del trabajo social, la técnica como corazón de la acción instrumental es innegable e irreemplazable. En esta afirmación subyace que el componente cultural perdería peso como consecuencia de que si la acción instrumental responde a la naturaleza humana nos disciplinaría. Mientras que la acción comunicativa, como medio intersubjetivo en el que se objetivan las normas sociales de manera dialógicamente negociadas, quedaría supeditada al valor que adquiere lo procedimental o el disciplinamiento técnico en el ethos social.
        Esto nos lleva, me parece, a la correlación entre normas positivas y el sentido de los valores articuladores de las mismas. Aparece así un individuo que es humanizado y socializado por el entorno social, a modo de una previamente razonada o espontánea paideia[9]. Una persona convertida en un potencial ciudadano, que es poseedor de lo que Castoriadis denomina infrapoder implícito instituyente. A esto lo entiende como la capacidad de los individuos de aceptar las reglas como factor de convivencia pero también con el poder de modificarlas si las necesidades percibidas lo demandan[10].
   El entorno en el que se produce la interacción de los individuos sociales, con la sociedad instituida como poder explícito instituido, es el mundo o campo social-histórico. Este individuo social, como portador del infrapoder implícito, interactuando en ese entorno, se constituye en el productor del imaginario colectivo instituyente en pugna constructiva (aprendizaje) con la sociedad instituida o el poder explícito instituido.
   Es importante señalar que este planteo de dinámica social no reniega de las formas procedimentales. Castoriadis entiende que la libertad es tal, en la medida en que el individuo se desempeña en un medio regido por el imperio de la ley, que debería ser considerada por todos los ciudadanos como propia. Esto, al igual que la posición última de Habermas, creo se correlaciona con lo que Gustavo Ortiz expresa al decir: 
      


“Si caracterizamos las instituciones  como significados normativos que orientan de manea vinculante  la acción o en definitiva, como valores institucionalizados, se puede inferir lo siguiente: a ) Las instituciones pueden ser exitosas  si son entendidas en sus pretensiones específicas de validez, es decir en cuanto significados  normativamente vinculantes  que orientan las acciones humanas; b) entender significados normativamente vinculantes o valores, no es lo mismo que entender significados puramente cognitivos: estos últimos implican referencias a un determinado estado de cosas que se dan en el mundo y son susceptibles de verdad o falsedad; a los primeros, en cambio, se los entiende cuando se aprehenden sus pretensiones de validez, cuando sabemos qué los hace aceptables; c) el entender significados normativos es un proceso eminentemente  intersubjetivo, de obtención de acuerdo  entre  sujetos lingüística e interactivamente competentes”. (Ortiz; 2000, 265)


   Toqueville[11] escribió, en La democracia en América, que le parecía notable como en Estados Unidos el hombre no respetaba o acataba las órdenes o disposiciones de otro hombre, sino sólo las de la ley. En el planteo de Habermas se sigue apelando a ese ciudadano, aunque haya pasado mucho tiempo, porque la construcción de esa democracia se realizó sobre la base de una confluencia étnico-religioso-cultural. Lo interesante es que el sentido de respeto por  lo procedimental está ligado a los valores subyacentes.
   Pienso que, más allá de su escepticismo, al señalar Habermas los problemas de la democracia procedimental tomando como referencia la contemporaneidad norteamericana, nos está proponiendo un tercer modelo de democracia, como alternativa a los modelos republicano y liberal que constituyen el centro de la discusión filosófico-política entre comunitaristas y liberales en EEUU. De hecho, plantea un modelo menos idealista que el republicano, pero más abierto a cuestiones sociales y culturales. Aspectos que estarían situados en igualdad de condiciones con las económicas, y que el modelo liberal per se no reconoce por fuera de la pugna de los intereses privados[12].
   A mi entender, desde el abordaje de la reflexión en torno al concepto de ciudadano, ya sea desde la óptica de Habermas o de Castoriadis, subyace la idea de que en el sentido de las acciones reguladas, a través de las normas que ajustan las acciones, aparece claramente la cuestión de los valores como fundamento y sentido de la cohesión social. 


La Visión aristotélica sobre el ciudadano
   Aristóteles plantea que, si una ciudad deviene progresivamente unitaria, ese unitarismo recaería en un individualismo del hombre sobre sí mismo. Según el autor, es la diversidad de elementos lo que da unidad a la ciudad, pues las capacidades diferentes de los ciudadanos comunes en conducta recíproca garantizan la graduación y la complementariedad indispensables para la armonía social, hecha posible, a su vez, por la libertad que éstos tienen de diferir entre sí cualitativamente. De esta forma, la igualdad otorgada por la reciprocidad salvaguarda la cohesión social, pues la participación práctica es la que le da unidad al conjunto.
        Asimismo, la postura aristotélica que propugna que se gobierne sobre la base de bienes buscados en comunidades efectivamente existentes, discurre con actuales posturas liberales (Rawls/Dworking) que instan que la teoría de la justicia tiene que ser definida con independencia de las particularidades prácticas de una sociedad.
        Aristóteles considera que la determinación del bien práctico no puede proceder de una disquisición teórica independiente de la experiencia histórica y social. Su método exige que toda investigación comience con un examen “dialéctico” de las opiniones en presencia, para dirimir cuál o cuáles tienen una índole radical e irreducible, y qué otras presentan un carácter meramente derivado o accidental. La filosofía política tiene que abarcar o comprender todas las variantes de una práctica dada, de las que en absoluto se puede prescindir. (Llano, 2004)
   Ahora bien, es necesario tomar en cuenta que toda práctica individual debe ser examinada en función del sistema social al que pertenece y en qué medida se acerca o aparta de los "bienes" manifiestos en una sociedad determinada.
   Aristóteles distinguió entre "la vida" y "la vida buena". "La vida" presenta una significación meramente estructural. De "la vida buena", en cambio, parte la exigencia propiamente política que remite a las actividades más elevadas y específicamente humanas: la contemplación de la verdad y la virtud ciudadana que asume el hombre al asociarse en una comunidad plural y autárquica. 
        Según Llanos (2004), estaríamos muy próximos a los hechos que expone la hipótesis aristotélica respecto a una situación de crisis de la polis: ser un conjunto de hombres que sólo tienen en común los intercambios comerciales y las alianzas guerreras, de manera tal que no constituyen una comunidad cívica, no pueden discutir acerca de la justicia, no se da propiamente entre ellos actividad política, ni existe verdadera convivencia ya que las relaciones mutuas son iguales cuando están unidos en un mismo lugar, que cuando están separados.
        Para comprender mejor el trasfondo socio-histórico del que surge el pensamiento  de Aristóteles nos valdremos de John Dunn[13]. Este autor dice:



“Entre las instituciones sociales y políticas de la polis, cuyos ciudadanos gobernaban y eran gobernados por turno, y las técnicas auto-críticas y analíticamente precisas del pensamiento griego, existía una clara afinidad electiva. Ambos se apoyaban, en última instancia, en las prácticas de la discusión pública, en la franca aportación (y aceptación) de razonamientos que eran las bases de las conclusiones” (…) “A pesar del atractivo que el conocimiento esotérico tenía a menudo para algunos grupos de pensadores  griegos, así como la clara condescendencia política aristocrática incluso en la Polis griega más incondicional de la democracia, los griegos aprendieron a desarrollar las matemáticas, la lógica, la filosofía y varias ciencias naturales como estructuras de creencia públicamente responsable, de la misma manera que aprendieron a desarrollar el gobierno democrático como una estructura de autoridad públicamente responsable”. (Dunn, 1995: 315-316)


        En otras palabras, a pesar de las sospechas mutuas permanentes y la animosidad intermitente entre la investigación científica y la autoridad democrática, ambas estaban arraigadas en la misma experiencia colectiva social. La participación, el alto valor otorgado al conocimiento, la capacidad de razonar socialmente en términos de crítica y auto-critica, y su desarrollo comercial y productivo, permitieron el florecimiento de uno de los periodos más destacados de la historia de la humanidad.
        Aristóteles abordó el tema de la ciudadanía sosteniendo que el verdadero fundamento del Estado y del derecho es la virtud. Sin ella ninguna institución podría ser legítima.

“El fin de la sociedad política no es solamente vivir con sus semejantes, sino realizar el bien. Por lo tanto el hombre más virtuosos en sociedad tiene más derechos a ser ciudadano que el más rico o más libre, ya que en virtud los supera” (Aristóteles, 1955: Libro I, Cap. V).

   En mi opinión, en el pensamiento de Aristóteles, el fundamento de la acción política en democracia tiene reglas claras: la política se ejerce para el bien común, aunque no deje de expresar la lucha por el poder. En el momento en que la política  abandona esa esencia pierde credibilidad y la sociedad inevitablemente acentúa sus fracturas. Más allá de la evolución de las distintas formas sociales hacia el modelo de sociedad burguesa, en donde el concepto de reproducción y un economicismo pragmático prima sobre el concepto de virtud en el sentido aristotélico. Hannah Arendt[14] ha estudiado este vuelco como la supremacía del trabajo sobre la acción, pero tampoco en estas sociedades se puede soslayar el concepto de valor como substrato de las acciones racionales. Lo importante es rescatar que el ideario de la virtud, según Aristóteles, se asienta en valores que rescatan lo público y común como parte esencial de la acción del ciudadano, incluso otorgándole una categoría superior. Por ello, la importancia de la transcripción de John Dunn.



[1] Espacio de relaciones sociales que, si bien implica a partir de la propiedad privada un mercado regulador y sistema de clases y hegemonía, se configura en el entendimiento de que existe un pacto constitucional por el que se regulan derechos y obligaciones. Tienen como finalidad mejorar las condiciones de vida de sus integrantes a partir de un proyecto asumido como común.
[2] Economista y filósofo escocés.
[3] Filósofo estadounidense.
[4] Filósofo canadiense.
[5] Filósofo y sociólogo alemán.
[6] Aspecto a su vez no soslayado por Adam Smith cuando este plantea las condiciones del funcionamiento del capitalismo.
[7] Filósofo y psicoanalista Constantino de nacionalidad Griega..
[8] Tres modelos de democracia, Filosofía de la Educación, Escuela de Filosofía, 2004. Publicado originalmente en Debats, N° 39, Marzo de 1992, España, Universidad de Valencia.
[9] Era, para los antiguos griegos, el proceso de crianza de los niños, entendida como la transmisión de valores (saber ser) y saberes técnicos (saber hacer) inherentes a la sociedad.
[10] CASTORIADIS, C. (2004), El ascenso de la insignificancia,  Escuela de Filosofía, Filosofía de la Educación / Extractado de Frónesis, Madrid, Cátedra  Ediciones, 1998.
[11] Pensador, jurista, político e historiador francés.
[12] Modelo neoclásico.
[13] Politólogo británico.
[14] Filósofa política alemana, posteriormente nacionalizada estadounidense.

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